sábado, 3 de mayo de 2014

La problemática agenda de los “ex”


En España existe un problema con la agenda de aquellos líderes que abandonan la política activa después de detentar puestos de gran responsabilidad. Un problema que tiene dos vertientes, a cual más compleja, aunque ambas desvelan la personalidad de unos políticos que guardan motivaciones menos prosaicas que la del servicio público y el interés general de los ciudadanos del que presumen.

Por un lado, estos personajes están tan encumbrados en su egolatría que se consideran seres excepcionales incluso cuando dejan el puesto para el que fueron elegidos. No saben dar el paso atrás para que sean otros los que tomen las riendas de las funciones que desempeñaron con más o menos merecimiento. Siguen considerándose unos “gurús” que deben ser idolatrados por sus sucesores y a los que hay que tener en cuenta, reservándoles un lugar preferente, cada vez que su partido se presenta ante los ciudadanos, como en campaña electoral. En caso contrario, exteriorizan su malestar y hasta hacen público su disgusto con desplantes y críticas a los dirigentes que les ignoran. Se sienten desplazados y desaprovechados.

Algo parecido es lo que acaba de suceder con José Mª Aznar, expresidente del Gobierno y presidente ahora de una fundación política desde la que elabora ideas y consignas que pretende guíen a los compañeros que le sucedieron en el Poder y dirigen el partido en el que militan. Estos “ex” exhiben un brillo para iluminar cualquier asunto que su fulgor volatiza la escasa humildad que pudieran albergar. Felipe González describió gráficamente la sensación que invade a estos “jubilados” una vez apeados de la poltrona: son como los jarrones chinos, adornos muy valiosos, pero que no se sabe dónde colocarlos. Estorban.

No tienen toda la culpa. Su situación es consecuencia de la poca experiencia democrática acumulada en este país, muy poco acostumbrado al relevo natural de los cargos electos, en conformidad con las preferencias de la voluntad popular expresada en las urnas. Nuestra joven democracia sólo ha conocido, desde el año 1977, hace ya 37 años, a seis presidentes de Gobierno, de los que cuatro continúan escribiendo libros y ofreciendo consejos a quien se preste escucharlos. No reúnen un legado que oficialmente pueda ser conservado para futuras consultas históricas y políticas en la Biblioteca del Congreso ni en ninguna parte, ni una actividad pasiva, más o menos diplomática, que puedan desempeñar sin desentonar ni obstaculizar. Simplemente, son nombrados miembros del Consejo de Estado, órgano consultivo donde se aburren soberanamente. ¿Qué hacer con esa vitalidad política que les desborda, con esa información de que disponen, con una agenda repleta de contactos? De ahí surge la segunda vertiente del problema, no porque la pensión de “ex” sea pequeña, sino porque pueden y tienen posibilidades muy tentadoras de ganar más, muchísimo más que cuando fueron simplemente políticos en activo.

Ninguno de nuestros expresidentes ha vuelto, tras dejar el cargo, a su antigua profesión. Felipe González es abogado; José Mª Aznar, abogado e inspector de Hacienda; José Luis Rodríguez Zapatero, abogado y profesor de Derecho, y el actual inquilino de La Moncloa, Mariano Rajoy, también abogado y Registrador de la Propiedad. Salvo este último, aún en la política, ningún expresidente –ni de los vivos ni entre los fallecidos- regresó a sus viejas ocupaciones, sino que tras un prudente período más o menos largo, desembocaron en empresas privadas como asesores o consejeros magníficamente recompensados económicamente. No ejercen sus profesiones ni recuperan sus antiguos puestos de trabajo como profesores, inspectores, funcionarios o en bufetes de abogados, sino que recalan en el sector privado empresarial. Son disputados no por la brillantez de su formación académica ni la originalidad de sus ideas o pensamiento, sino por sus agendas y las relaciones que aún conservan en el Gobierno y las instituciones, donde dejan muchos de sus subordinados y permanecen dirigentes designados por ellos.
 
Así, González es contratado por Gas Natural, Aznar se pluriemplea en Endesa y el conglomerado mediático de Murdoch, y Zapatero se dedica, de momento, a explicar el giro copernicano que imprimió a su política económica a través de libros y paseos por los platós de televisión. Otros personajes de segundo nivel también sacan réditos en la privada a su experiencia política, como Elena Salgado en Endesa Chile, Eduardo Zaplana en Telefónica, Rodrigo Rato en Bankia, Santander, etc. Como puede apreciarse con estos ejemplos, la tendencia a cruzar la “puerta giratoria” que comunica el poder político con el poder económico es una norma que respetan por igual todos los partidos políticos, sin distinción del color ideológico, y práctica común en otras latitudes, donde gozan de plazos de incompatibilidad variables.

Todo ello no supondría ningún problema si obedeciera simplemente a la tendencia de los “ex” a seguir mandando e impartiendo órdenes o a la pura avaricia por enriquecerse ahora que se lo ponen tan fácil. El problema surge cuando las empresas que los adulan con contratos millonarios no buscan sólo que en sus consejos de administración figuren personalidades que fueron importantes en los gobiernos, cualquier gobierno. Sino que la mayoría de tales empresas son dependientes de la Administración o gran parte de sus beneficios proceden de tarifas o mercados regulados por el poder político, donde sus intereses pueden ser defendidos con mayor eficacia por quienes aún mantienen influencias en el mismo, ya que formaron parte de él cuando gobernaron. De ahí que sean nombrados consejeros sin representar ninguna cuota del capital de los inversores en esas empresas. Un problema peliagudo en el que confluyen ambiciones privadas con el interés general de la población, y que afecta a la calidad de nuestro sistema democrático y la confianza que despierta entre los ciudadanos, quienes perciben ese trasvase de un sector a otro como privilegiadas recompensas interesadas.

Hay un grave problema de agenda con los “ex” en España, tanto en lo que atañe a su “continuidad” en la política como a su devenir laboral individual. La cuestión ética deben resolverla cada uno de ellos según sus convicciones, pero la normativa debería regularla con mayor precisión el propio poder político, restringiendo considerablemente las incompatibilidades, por un plazo al menos de ocho años (dos legislaturas), para toda actividad privada que suponga enfrentamientos de intereses con la Administración, en cualquiera de sus niveles. Y, desde luego, habría que ofrecerles a nuestros “ex” un lugar en la política donde puedan volcar sus opiniones de los asuntos mundanos, con horario y sesiones públicas, y donde los ciudadanos dispongan la posibilidad de cotejar sus papeles y controlar sus agendas . Vamos: una especie de asamblea de “sabios” donde puedan contar sus batallitas y evitar tentaciones sumamente lucrativas…

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