lunes, 5 de mayo de 2014
Cansado y tranquilo
Tenía
un hablar cansino pero con esa suave tranquilidad que calma a quien lo escucha.
Su cansancio era físico, de los músculos que debían articular las palabras, no
anímico ni del pensamiento o las reflexiones que expresaba con ellas. Su voz
era pausada, ligeramente temblorosa, y susurrante, con esa delicadeza humilde
que no pretende molestar, sino responder con sinceridad en una conversación. Lo
que decía estaba impregnado de la
honestidad de quien atesora muchas derrotas y un único triunfo: ver amanecer
otro día que, sin embargo, lo va dejando cada vez más arrinconado en su propia
soledad. Una soledad cargada de cansancio y recuerdos. Por eso le gustaba tanto
platicar sobre sus trabajos y sus fatigas, pero también de las alegrías que la
fortuna le había deparado en contadas ocasiones. Y de sus tías, a las que había
cuidado hasta que fueron falleciendo, una detrás de otra, en sus respectivas
habitaciones de la casa que compartían, y de la asistenta que ahora se encargaba
de cuidarlo a él. También se refería con frecuencia a unos hijos que vivían sus
vidas por su cuenta y de unos nietos que de vez en cuando le propinaban la
sorpresa de una visita. Hablaba del reparto anticipado de los bienes para que nunca malogren unas relaciones por herencias que jamás satisfacen a
todos. Y hasta hablaba de los médicos, a los que irónicamente les advertía, después
de que aconsejaran un nuevo análisis, que: “de tanto buscar, acabaréis
encontrando algo…”. Sabía que, a su edad, nada podía estar en condiciones,
como cuando se es joven. Lejos de perturbarse, la consciencia de una edad
provecta hacía que la tranquilidad brillara en su mirada e impregnara cada
palabra con la confianza de quien vive un tiempo de descuento que estima incluso
inmerecido, pero que agradece con resignada paciencia tras cada recaída. Por
eso, cuando encontré su esquela en un periódico, supe que se había marchado con
esa humildad que le caracterizaba. Era un abuelito muy cansado con el que daba
gusto hablar.
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